Las segundas rondas electorales son competencias binarias: para ganar, otro debe perder. Por ello, tienden a la polarización, que estimula la desinformación, y esta, a su vez, utiliza múltiples recursos para extenderse. Uno es explotar nuestros sesgos cognitivos, predisposiciones e impulsos emocionales, para que nos convirtamos, a sabiendas o no, en multiplicadores de falsedades o teorías conspirativas.
El repertorio de plataformas y redes sociales digitales a disposición de estos manipuladores es enorme, pero entre las más eficaces están los servicios de mensajería personal, como WhatsApp, Messenger o Telegram.
Por su penetración y facilidad de uso, casi nadie escapa a ellos. Por su carácter privado, funcionan como la cañería (¿o cloaca?) oculta de las corrientes desinformativas y escapan al escrutinio. Pero, más relevante aún, por su naturaleza personal, cercana y testimonial, generan altos niveles de empatía y confianza en sus interacciones (de uno a uno o en grupo), que debilitan nuestras defensas racionales y capacidad de distanciamiento para escrutar la credibilidad, fuentes, lógica interna e intenciones de los mensajes que circulan por ellos.
Todo esto lo saben quienes fabrican realidades embusteras para alcanzar fines que también lo son. Su avalancha es un complejo fenómeno socipolítico que puede agobiarnos y confundirnos, pero tenemos recursos individuales para reducirla. Cinco de ellos: 1) preguntarnos por las fuentes originales antes de reenviar contenidos; 2) no reproducir lo que no nos consta; 3) no replicar lenguajes de odio; 4) saber cuándo debemos callarnos, y 5) reconocer que hasta las relaciones más próximas pueden portar el virus desinformativo y, por ello, merecen aislamiento.